En el vivac de siempre, me reencuentro con lo que quedó de mi. No tanto en forma de precisos recuerdos, sino más bien como una sensación perenne y familiar. Algo difícil de explicar. Una sensación perenne y el cambio constante. Todo fluye, nada permanece.
Cansados por el ajetreo del día, regresamos a nuestra morada, hambrientos, magullados, exhaustos. Felices nuestros monstruos. Hacemos recuento de nuestras pequeñas victorias y rememoramos alguna batalla, algún momento singular. Cocinamos, cubiertos por las estrellas y arrullados por la brisa. El aroma de la cena, los paseos a por agua al río, una maravillosa rutina. Después del postre, nos entregamos de nuevo a la meditación, mientras las cuerdas vibran, las notas saltan y el ritmo golpea el diafragma. Las canciones se hacen solas, se manifiestan en el aire, engañando a mis dedos, sorprendiendo desde el azar a mi pobre imaginación, y la música de siempre suena en el ambiente, mientras nos mecemos en recuerdos inmateriales... más bien como una sensación perenne y familiar. Algo difícil de explicar. Océanos de músicas perdidas en el pasado, vestigios de tiempos remotos, que llegan a nosotros cuando escuchamos el silencio. Algo difícil de explicar, sí. Cuando dejamos de hablar, cuando dejamos de pensar, el universo suena desde la eternidad...
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